Por
Víctor A. Yerena González
Por fin llegó. Lo he estado esperando desde que su madre me dijo que vendría. Está sentado en una de esas sillas de plástico, aferrado a ese rosario que una vez le regalé. Es el mismo, estoy segura. Está llorando. Quisiera consolarlo pero no, eso no me corresponde, yo debería ser la consolada. Ya es todo un hombre, tiene las manos de hombre y una cara de hombre casi irreconocible, pero es él. ¿Será que me vio? Tuvo que haberme visto porque yo estaba cerca cuando llegó; también yo he cambiado, quizá por eso no me reconoció.
-Laura, ve a llevarle esta aromática a Carlos para que se calme- me dice su madre un poco más calmada.
-Él está sufriendo mucho, doña mercedes.
-Es lógico, mujer. Carlos quería mucho a su hermano, daba la vida por él, eran muy unidos; quien fuera a pelear con Santiago tenía que pelear también con Carlos. Nunca habían peleado entre ellos, solo esa vez… por ti.
- Ya no diga más, doña mercedes.
Ahí viene. Sigue siendo hermosa. La he estado evitando desde que llegué para no verla y recordar. He fingido no verla, aunque no la pierdo de vista. No le digas nada Carlos, nada que encienda nuestro amor nuevamente, menos en este momento y en estas circunstancias. Recuerda que es la esposa de tu hermano… aunque esté muerto. Trae algo entre sus manos, ¿y si sus manos hacen contacto con las mías?
-Hola
-Hola
-Disculpa, no quise interrumpir tu oración.
-No te preocupes, ya había terminado.
-Te traje esta aromática
-Gracias
Estoy muy nerviosa. No sé qué decirle. Ha pasado tanto tiempo... Lo tomo de la mano ¡qué felicidad! ¡Por fin Dios mío, por fin estamos juntos!
¡Suéltala Carlos, suéltala! No permitas que este pequeño contacto domine tus emociones, dile algo que la aleje. Recuerda que es la esposa de tu hermano y estamos en su velorio.
- Aléjate, por favor, ya voy a oficiar la misa.

0 comentarios: