Son las 2:22 de la noche. Un sacerdote católico
se despierta desconcertado por una pesadilla que acaba de tener. Pero no se
siente aliviado al saber que se trató de una pesadilla. Se siente inquieto,
angustiado, está sudando y cree que su repentina vigilia hace parte de aquel
horrible sueño. Sigue oyendo un extraño murmullo que no ha parado de sonar
desde que cerró los ojos, un murmullo que lo acompañó por todas las imágenes
oníricas que ahora lo despiertan. Se levanta de la cama, reza un par de avemarías,
tres padres nuestros y comienza a buscar su biblia, pero no la encuentra donde
siempre está. Busca su rosario entre los bolsillos de su pijama, pero tampoco
está. Tal parece que la pesadilla sigue, pero, a pesar de su desconcierto, no
puede despertar.
Una brisa gélida hace que se lleve los brazos al
pecho, lo que acaba de darle la certeza de que se encuentra despierto y que
algo anda mal. La puerta de su habitación cural está entreabierta. Quiere salir
a echar un vistazo a la iglesia, pero no le costó admitir que, en medio de la
oscura noche, tiene algo de miedo. Respira hondo, se pone la señal de la cruz
desde la frente a la boca del estómago y de un hombro al otro en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y sale de la habitación, solo con la tenue
luz de una lámpara de baterías.
En su horrorosa pesadilla escuchaba a una
multitud que respondía a una melancólica letanía, y ahora, completamente
despierto, puede escuchar los mismos rezos que parecen sacados de una misa
negra. A medida que avanza por un estrecho pasillo que lleva al ala derecha del
templo, los rezos se hacen cada vez más audibles. ¿Quién oficia esta misa
espantosa en medio de la noche? ¿Quiénes asisten? ¿Por qué lo hacen? ¿Cómo
entraron? ¿Por qué está todo oscuro? Es prudente apagar la luz de la linterna,
y lo hace para que nadie advierta su presencia. Quiere ser sigiloso para
percatarse de lo que está pasando en la casa de Dios, a sus espaldas, en mitad
de la noche.
La letanía sigue como un canto infernal. Los
feligreses negros entonan un rezo grave como un coro de tenores satánicos. Todo
en un lenguaje ininteligible y pavoroso; pero el cura aún no ha podido ver
nada, quiere ver el altar, quiere observar quién es el oficiador, quiere ver
qué clase de culto clandestino se reúne en esta noche blasfema y sacrílega en
el templo del Señor.
Lenta y cuidadosamente asoma la vista en la
esquina de la pared, pero, contrario a lo que esperaba, no logra ver nada, es
decir, no hay nadie en las butacas de la iglesia, no hay nadie en el altar,
todo está lo suficientemente claroscuro para contemplar la soledad que impera
en la casa de Dios ¿De dónde vienen, entonces, esas horribles voces? ¿De su
mente, tal vez? Vuelve a considerar la posibilidad de estar soñando, pero el
frío gélido le recuerda que está de pie, lejos de su habitación.
Algo pendula en medio de la oscuridad, detrás
del altar. Es algo que cuelga del brazo izquierdo de la enorme imagen del dios
crucificado. Es un bulto que se mece lentamente. Cada vaivén está acompañado de
un crujir que retumba en el recinto. La noche abraza ese bulto tan fuerte, que
el cura no puede identificar qué es lo que cuelga del brazo del Señor. Sólo ve
un bulto blanco que se mece.
Las letanías no paran. Una voz cantante menciona
lo que parece una plegaria y de inmediato otra multitud de voces responde al
ruego en un rezo que al cura le hace temblar de pavor. Se persigna con
dificultad, pero se sobrepone ante la decisión de saber lo que sucede de una
vez por todas. Avanza hasta el altar con paso firme, pero precavido, y comienza
a rezar:
“Señor, ten misericordia de nosotros. Cristo,
ten misericordia de nosotros. Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos. Dios Padre
celestial, ten misericordia de nosotros. Dios Hijo, redentor del mundo, ten
misericordia de nosotros. Dios Espíritu Santo, ten misericordia de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, ten misericordia de nosotros.”
Las voces ya son ensordecedoras. El cura levanta
la voz más fuerte para contrarrestar el ruido que proviene del mal: ¡Santa
María, ruega por nosotros! Santa Madre de Dios, ruega por nosotros. San Miguel
arcángel, ruega por nosotros. ¡Todos los Santos Ángeles y Arcángeles, nuestros
poderosos defensores frente a los ataques del maligno enemigo, rueguen por
nosotros!
El cura, desesperado, toma la linterna y la
enciende, apunta hasta la entrada principal del templo y ahí los ve a todos:
hombres, mujeres y niños vestidos con túnicas y capuchas negras. Avanzan
rápidamente hasta el altar donde está el cura en medio de un Padre nuestro
desgarrador y lo toman por los brazos arrastrándolo hasta el medio del templo.
¡Quiénes son ustedes! ¡Qué significa este
sacrilegio! ¡Esta es la casa de Dios! ¡Ustedes no son bienvenidos a este
lugar!... Las letanías dejan de sonar, en cambio, una voz masculina proveniente
del altar grita: "¡Así dice El Señor: mene tekel upharsin"
El cura reanuda sus rezos ignorando aquellas
palabras, pero una fuerte bofetada lo interrumpe. Uno de ellos le arrebata la
linterna y apunta hacia el altar donde se ve la figura encapuchada que lo
señala. Más atrás se logra apreciar, con toda claridad, el bulto que pende de
la mano del Cristo, oscila casi imperceptiblemente debajo de una manta blanca,
pero sin duda alguna se trata de un cuerpo colgado del cuello.
La figura encapuchada del altar vuelve a hablar:
"Te han pesado... te han medido... y fuiste hallado falto. El Señor ha
visto tu pecado, pero no acepta tu ofrenda".
—
Tú no eres Dios - vocifera el cura — ¡hijo de Lucifer!
—
"Yo soy El Señor, el que crea la luz y crea la oscuridad. El que hace el
bien y hace el mal. Yo, El Señor, hago todo esto"
La luz de la linterna apunta al brazo izquierdo
del Cristo de yeso, el que sostiene la cuerda del ahorcado. En su antebrazo
está escrito con rojo sangre lo que parece ser un texto bíblico que antes no
estaba ahí: Jr. 2:22. El cura sabe bien la cita bíblica, pero no tiene tiempo
para reflexionar. La manta que cubre el cuerpo colgante se cae, revelando al
muerto. Su rostro ya está deforme y negruzco, su lengua brota de los labios
fríos y pálidos, pero el cura lo reconoce sin vacilaciones: es él mismo.
El espanto hace que un grito se cocine a fuego
lento en lo profundo de su estómago, la boca abierta se prepara para sacarlo,
pero no sale hasta que el cura se remueve sobre su cama y se despierta
desconcertado en medio de la pesadilla. Busca su rosario entre los bolsillos de
su pijama, pero no lo encuentra, el frío sigue siendo atenazador y el silencio
no es absoluto: el murmullo sigue escuchándose a las afueras de la habitación
cural. Pronto el sacerdote comprenderá que las letanías de Satán nunca se dejarán
de recitar.