domingo, 25 de mayo de 2025

Carne Eres

Por

Víctor A. Yerena González

 Por fin llegó. Lo he estado esperando desde que su madre me dijo que vendría. Está sentado en una de esas sillas de plástico, aferrado a ese rosario que una vez le regalé. Es el mismo, estoy segura. Está llorando. Quisiera consolarlo pero no, eso no me corresponde, yo debería ser la consolada. Ya es todo un hombre, tiene las manos de hombre y una cara de hombre casi irreconocible, pero es él. ¿Será que me vio? Tuvo que haberme visto porque yo estaba cerca cuando llegó; también yo he cambiado, quizá por eso no me reconoció. 

-Laura, ve a llevarle esta aromática a Carlos para que se calme- me dice su madre un poco más calmada. 

-Él está sufriendo mucho, doña mercedes. 

-Es lógico, mujer. Carlos quería mucho a su hermano, daba la vida por él, eran muy unidos; quien fuera a pelear con Santiago tenía que pelear también con Carlos. Nunca habían peleado entre ellos, solo esa vez… por ti. 

- Ya no diga más, doña mercedes. 

Ahí viene. Sigue siendo hermosa. La he estado evitando desde que llegué para no verla y recordar. He fingido no verla, aunque no la pierdo de vista. No le digas nada Carlos, nada que encienda nuestro amor nuevamente, menos en este momento y en estas circunstancias. Recuerda que es la esposa de tu hermano… aunque esté muerto. Trae algo entre sus manos, ¿y si sus manos hacen contacto con las mías? 

-Hola 

-Hola 

-Disculpa, no quise interrumpir tu oración. 

-No te preocupes, ya había terminado. 

-Te traje esta aromática 

-Gracias 

Estoy muy nerviosa. No sé qué decirle. Ha pasado tanto tiempo... Lo tomo de la mano ¡qué felicidad! ¡Por fin Dios mío, por fin estamos juntos! 

¡Suéltala Carlos, suéltala! No permitas que este pequeño contacto domine tus emociones, dile algo que la aleje. Recuerda que es la esposa de tu hermano y estamos en su velorio. 

- Aléjate, por favor, ya voy a oficiar la misa.

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miércoles, 14 de mayo de 2025

LITANIAE SATANAE

 

Por
Víctor A. Yerena González

Son las 2:22 de la noche. Un sacerdote católico se despierta desconcertado por una pesadilla que acaba de tener. Pero no se siente aliviado al saber que se trató de una pesadilla. Se siente inquieto, angustiado, está sudando y cree que su repentina vigilia hace parte de aquel horrible sueño. Sigue oyendo un extraño murmullo que no ha parado de sonar desde que cerró los ojos, un murmullo que lo acompañó por todas las imágenes oníricas que ahora lo despiertan. Se levanta de la cama, reza un par de avemarías, tres padres nuestros y comienza a buscar su biblia, pero no la encuentra donde siempre está. Busca su rosario entre los bolsillos de su pijama, pero tampoco está. Tal parece que la pesadilla sigue, pero, a pesar de su desconcierto, no puede despertar.

Una brisa gélida hace que se lleve los brazos al pecho, lo que acaba de darle la certeza de que se encuentra despierto y que algo anda mal. La puerta de su habitación cural está entreabierta. Quiere salir a echar un vistazo a la iglesia, pero no le costó admitir que, en medio de la oscura noche, tiene algo de miedo. Respira hondo, se pone la señal de la cruz desde la frente a la boca del estómago y de un hombro al otro en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y sale de la habitación, solo con la tenue luz de una lámpara de baterías.

En su horrorosa pesadilla escuchaba a una multitud que respondía a una melancólica letanía, y ahora, completamente despierto, puede escuchar los mismos rezos que parecen sacados de una misa negra. A medida que avanza por un estrecho pasillo que lleva al ala derecha del templo, los rezos se hacen cada vez más audibles. ¿Quién oficia esta misa espantosa en medio de la noche? ¿Quiénes asisten? ¿Por qué lo hacen? ¿Cómo entraron? ¿Por qué está todo oscuro? Es prudente apagar la luz de la linterna, y lo hace para que nadie advierta su presencia. Quiere ser sigiloso para percatarse de lo que está pasando en la casa de Dios, a sus espaldas, en mitad de la noche.

La letanía sigue como un canto infernal. Los feligreses negros entonan un rezo grave como un coro de tenores satánicos. Todo en un lenguaje ininteligible y pavoroso; pero el cura aún no ha podido ver nada, quiere ver el altar, quiere observar quién es el oficiador, quiere ver qué clase de culto clandestino se reúne en esta noche blasfema y sacrílega en el templo del Señor.

Lenta y cuidadosamente asoma la vista en la esquina de la pared, pero, contrario a lo que esperaba, no logra ver nada, es decir, no hay nadie en las butacas de la iglesia, no hay nadie en el altar, todo está lo suficientemente claroscuro para contemplar la soledad que impera en la casa de Dios ¿De dónde vienen, entonces, esas horribles voces? ¿De su mente, tal vez? Vuelve a considerar la posibilidad de estar soñando, pero el frío gélido le recuerda que está de pie, lejos de su habitación.

Algo pendula en medio de la oscuridad, detrás del altar. Es algo que cuelga del brazo izquierdo de la enorme imagen del dios crucificado. Es un bulto que se mece lentamente. Cada vaivén está acompañado de un crujir que retumba en el recinto. La noche abraza ese bulto tan fuerte, que el cura no puede identificar qué es lo que cuelga del brazo del Señor. Sólo ve un bulto blanco que se mece.

Las letanías no paran. Una voz cantante menciona lo que parece una plegaria y de inmediato otra multitud de voces responde al ruego en un rezo que al cura le hace temblar de pavor. Se persigna con dificultad, pero se sobrepone ante la decisión de saber lo que sucede de una vez por todas. Avanza hasta el altar con paso firme, pero precavido, y comienza a rezar:

“Señor, ten misericordia de nosotros. Cristo, ten misericordia de nosotros. Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos. Dios Padre celestial, ten misericordia de nosotros. Dios Hijo, redentor del mundo, ten misericordia de nosotros. Dios Espíritu Santo, ten misericordia de nosotros. Santísima Trinidad, un solo Dios, ten misericordia de nosotros.”

Las voces ya son ensordecedoras. El cura levanta la voz más fuerte para contrarrestar el ruido que proviene del mal: ¡Santa María, ruega por nosotros! Santa Madre de Dios, ruega por nosotros. San Miguel arcángel, ruega por nosotros. ¡Todos los Santos Ángeles y Arcángeles, nuestros poderosos defensores frente a los ataques del maligno enemigo, rueguen por nosotros!

El cura, desesperado, toma la linterna y la enciende, apunta hasta la entrada principal del templo y ahí los ve a todos: hombres, mujeres y niños vestidos con túnicas y capuchas negras. Avanzan rápidamente hasta el altar donde está el cura en medio de un Padre nuestro desgarrador y lo toman por los brazos arrastrándolo hasta el medio del templo.

¡Quiénes son ustedes! ¡Qué significa este sacrilegio! ¡Esta es la casa de Dios! ¡Ustedes no son bienvenidos a este lugar!... Las letanías dejan de sonar, en cambio, una voz masculina proveniente del altar grita: "¡Así dice El Señor: mene tekel upharsin"

El cura reanuda sus rezos ignorando aquellas palabras, pero una fuerte bofetada lo interrumpe. Uno de ellos le arrebata la linterna y apunta hacia el altar donde se ve la figura encapuchada que lo señala. Más atrás se logra apreciar, con toda claridad, el bulto que pende de la mano del Cristo, oscila casi imperceptiblemente debajo de una manta blanca, pero sin duda alguna se trata de un cuerpo colgado del cuello.

La figura encapuchada del altar vuelve a hablar: "Te han pesado... te han medido... y fuiste hallado falto. El Señor ha visto tu pecado, pero no acepta tu ofrenda".

— Tú no eres Dios - vocifera el cura — ¡hijo de Lucifer!

— "Yo soy El Señor, el que crea la luz y crea la oscuridad. El que hace el bien y hace el mal. Yo, El Señor, hago todo esto"

La luz de la linterna apunta al brazo izquierdo del Cristo de yeso, el que sostiene la cuerda del ahorcado. En su antebrazo está escrito con rojo sangre lo que parece ser un texto bíblico que antes no estaba ahí: Jr. 2:22. El cura sabe bien la cita bíblica, pero no tiene tiempo para reflexionar. La manta que cubre el cuerpo colgante se cae, revelando al muerto. Su rostro ya está deforme y negruzco, su lengua brota de los labios fríos y pálidos, pero el cura lo reconoce sin vacilaciones: es él mismo.

El espanto hace que un grito se cocine a fuego lento en lo profundo de su estómago, la boca abierta se prepara para sacarlo, pero no sale hasta que el cura se remueve sobre su cama y se despierta desconcertado en medio de la pesadilla. Busca su rosario entre los bolsillos de su pijama, pero no lo encuentra, el frío sigue siendo atenazador y el silencio no es absoluto: el murmullo sigue escuchándose a las afueras de la habitación cural. Pronto el sacerdote comprenderá que las letanías de Satán nunca se dejarán de recitar.

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miércoles, 30 de abril de 2025

Bruno, el burro que perdió sus orejas

 Por Víctor A. Yerena González 

A Jean-Pierre

Este era Bruno, un pequeño burrito que un día despertó y se vio con que no tenía orejas. Qué pasó con mis orejas, gritó bruno. Las buscó debajo de su almohada, en el baño, en la cocina, en el sillón... las buscó en todas las partes de su casa y no las encontró. Fue a mirar al pasto donde le gustaba pasar el tiempo y tampoco las halló. Ya se hacía tarde para ir a la escuela y el pobre Bruno nada que encontraba sus orejas.

Qué voy a hacer, pensó Bruno angustiado, no puedo ir a la escuela sin mis orejas, si la profesora me pregunta algo de la clase no voy a poder escuchar, si explica algún tema, no lo voy a poder entender, ¡necesito mis orejas!. Y aunque buscó y buscó no las encontró. Como no pudo encontrar sus orejas y tenía que irse para la escuela, Bruno se hizo unas orejas de cartón, las pintó del mismo color de su pelaje y se las puso en la cabeza como una corona, y así Bruno se fue para la escuela. Pero todos se dieron cuenta de que las orejas de Bruno no eran de verdad y todos los animales que tenían grandes orejas se burlaban de él, ¡no tiene orejas, no tiene orejas, tiene orejas de cartón! Y Bruno se sentía muy triste porque se burlaban de él.

Ya en clase, la profe le preguntó: “a ver Bruno, si un humano nos pica la cola con un palo, qué debemos hacer”. Todos los burritos levantaron el casquito para responder, pero Bruno no lo hizo, aunque respondió: “le doy una patada, profe.” Todos los burritos se rieron, pero la profesora los regañó. A ver Matilde, responda usted. Matilde, una burrita muy inteligente, respondió, “caminamos más rápido, profe”. “¡Muy bien, Matilde! A ver, Bruno, ¿Qué hacemos cuando un humano nos pone una angarilla en el lomo y se nos monta? “Doy muchos saltos hasta hacerlo caer.”, respondió Bruno, y otra vez los burritos se echaron a reír de Bruno. Muy mal, Bruno, lo regañó la profe. Ahora te quedas sin descanso y no volverás a clase hasta que no traigas tus orejas.

En ese momento, Bruno se sintió muy contento, aunque respondía mal por no tener sus orejas. Él no quería ser un burro esclavo de los humanos, quería ser un burrito libre, como las cebras, y pensó que haber perdido sus orejas fue lo mejor que le había pasado en su vida. Volvió a su casa muy contento y feliz de no tener orejas nunca más, porque así podía ser libre. Pero al día siguiente, Bruno se despertó amarrado a un árbol y cuando se miró otra vez en un charco, se dio cuenta de que tenía sus orejas otra vez y que nunca iba a dejar de ser un burro. 

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sábado, 5 de abril de 2025

Fahrenheit 451: ¡Que ardan los libros!

Por
Víctor A. Yerena

Esto de leer ya no es lo mío. El tiempo fue cruel cuando quiso poner a prueba mis pasiones. Esperó a que me hiciera viejo, gordo y haragán (esto último siempre he sido), ¡más haragán!, para arrebatarme lo que más le gusta a hacer a los viejos gordos y haraganes.

Diez páginas seguidas para estos brazos que no resisten el peso de un libro resultan ser un desafío. Diez páginas seguidas para estos ojos cansados son suficientes para cerrar mis párpados antes de creer que sea un parpadeo.
En nada tiene que ver lo interesante, lo educativo o lo entretenido para que caiga sobre mi pecho el pesado yunque de papel. Ahí se queda por horas hasta que despierto de un letargo entre la ficción y la realidad. La dura realidad. "Ya no soy el mismo" me digo, y de nuevo mi mente, que parece más un pozo seco que una mente lúcida, intenta hilvanar un hilo que ya se sabe perdido.


Pero, para que no caiga en ese pozo lo poco que he leído, voy a hablar aquí sobre una lectura que a duras penas he podido hacer en lo que va del año. Es una historia de ciencia ficción; ese pretencioso género que convierte lo imposible en probable y lo probable en cotidiano.

Fahrenheit 451, una novela de 1953 relativamente corta, escrita por Ray Bradbury. En ella se plantea un mundo distópico donde los libros y el pensamiento libre que los produce están prohibidos. Es decir, toda manifestación artística y/o producto artístico están prohibidos, porque, en esta sociedad, toda la culpa de las desgracias del mundo ha sido del arte y de los libros, especialmente. Algo que resulta absurdo de pensar porque, en realidad, se supone que sucede justamente lo contrario, el arte existe por culpa de, o gracias a... (esto es relativo) las desgracias del mundo. Pero, con todo lo absurdo que parezca, Bradbury supo ejecutar esta distopía (utopía para muchos y creo que para mí) haciendo que fuera mucho más que verosímil.

No se enfoca el autor en describir este mundo desde las comodidades que le da el ser un narrador omnisciente y objetivo; el mundo se va revelando a medida en que el narrador nos describe los pensamientos, sentimientos, sensaciones y percepciones de Guy Montag, el personaje principal, un bombero que, en lugar de sofocar los incendios, los provoca. Tiene la misión de quemar cada casa donde se encuentre al menos un libro, incluso con su dueño dentro, si sus libros son muchos.

Pero poco a poco, Montag se va cuestionando, no solo el sentido de su trabajo, sino el sentido de su vida quemando libros y el sentido de su vida al lado de una esposa exasperante que lo cuestiona en todo. La curiosidad de Montag empieza a germinar cuando se entera de que antes, los bomberos apagaban los incendios, un mito absurdo inventado seguramente por la sucia resistencia, que ha sobrevivido a una especie de amnesia colectiva de esta sociedad del futuro, porque en este mundo sucede lo que siempre se ha temido: han olvidado su historia, pero no están condenados a repetirla, de eso se asegura el régimen.


Al fin, Montag hace lo impensable: lee. Y cuando lee se da cuenta, de una forma muy dramática, del poder de la poesía y el conocimiento que reside en los libros y tambien del porqué hay que quemarlos (o del porqué no hay que quemarlos, eso es... relativo).


Bradbury echa mano del existencialismo manifiesto en Montag, pero también él mismo se personifica en otro bombero, Beatty, que tiene el hábito oculto y mortal de leer, pero a quien la lectura lo ha vuelto insensible e hijueputa, tan hijueputa como lo fue Oscar Wilde personificado en Lord Henry. Pero en Fahrenheit 451, este bombero es el antagonista, él no quiere un mundo con libros, ni con escritores, ni con lectores, ni con poesía ni conocimiento al alcance de todos, porque a él le gusta el poder, y sustenta su poder justamente, en los libros. Vaya paradoja.


Guy Montag escapa de esta caverna platónica dándose cuenta de que ahora tiene otra misión más importante: resguardar los libros, no de forma física, no en una biblioteca oculta debajo de la tierra, no. Debe guardar los libros en su mente. En el nuevo futuro, deberá ser, entre otros muchos, una biblioteca andante.

Una película homónima está disponible en Max. Véanla y no se lean el libro, qué pereza. La televisión sí está permitida.
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